El
silencio se extendía por toda la montaña. Los pájaros no entonaban su suave
canto, los arroyos descendían con tal delicadeza que no se llegaba a oír el
agua. Ni siquiera la brisa que hacía temblar a las hojas de los árboles
conseguía arrancarles un breve susurro.
Stine
disfrutaba de aquel silencio recostada sobre una roca, con la mirada fija en el
cielo despejado y rozando con la punta de sus dedos el húmedo musgo que cubría
la superficie rocosa. Incluso su mente parecía estar en una completa
tranquilidad, sólo la dulce voz de su madre resonaba en su mente, como un
susurro que poco a poco se convierte en un eco. Cierra los ojos, le
decía.
Stine
lo hizo con una sonrisa en los labios. Cerrar los ojos era lo que su madre
empleaba para asegurarle que todo iría bien, sólo tenía que olvidar sus
preocupaciones y respirar hondo. Nada era imposible de superar si tomaba una
fracción de segundo para alejarse de la realidad y verla desde otra
perspectiva. La niña seguía con los ojos cerrados y sonriendo al paisaje. Todo
en él le transmitía serenidad, y eso era algo irrompible…o al menos eso pensaba
ella.
—¡Stine!—gritó una voz infantil.
Un
niño corría cuesta arriba, soltando pequeñas exclamaciones cuando se tropezaba
con una raíz o se resbalaba con las piedras más lisas. Era rechoncho y la papada
le bailaba con cada salto que daba acompañado de un leve gemido por el
esfuerzo.
La
niña seguía con los ojos cerrados cuando el niño se situó a su lado. El aliento
sofocado golpeó a Stine en el rostro, y con una mueca, ésta abrió los ojos y se
apoyó sobre un codo para mirar al niño.
—¿Qué pasa, Ronan?—preguntó molesta.
El
niño con la cara enrojecida se pasó una mano por la frente, para eliminar las
perlas de sudor que le empapaban los rizos oscuros.
—Los mayores…los mayores se han reunido—dijo
sin aliento.
Stine
entró en tensión. Bajó de la roca de un solo salto y agarró a su amigo por los
hombros.
—¿Tú sabes donde lo han hecho?
Ronan
asintió.
La
niña enarcó una ceja en señal de que esperaba más información.
—En la casa abandonada, la del cabrero…
No
le dio tiempo a terminar, porque Stine ya había echado a correr cuesta abajo.
La
paz había quedado olvidada. Todo lo que ocupaba los pensamientos de Stine era
una palabra: Reunión.
—¡Stine!—llamó
su amigo.
—¡Corre, Ronan! Si no nos damos prisa pasara
como la última vez—le instó Stine.
El
niño echó a correr con las rodillas temblorosas. Bajaba tan rápido como podía,
intentando llegar hasta su amiga. La pequeña bajaba a una increíble velocidad y
con sorprendente agilidad, esquivando raíces traicioneras y piedras demasiado
llanas.
—¿Por qué siempre buscas un lugar tan alejado
y escarpado para estar sola?¿No te vale el desván de tu casa?—preguntó el niño
indignado.
—Sabes que no—contestó Stine por encima del
hombro para hacerse oír.
—Bueno, ¿por qué tiene que ser una montaña?
Stine
resopló.
—¡Ni siquiera es un pico!—le reprochó—. Ya
estamos casi en el valle.
Los
niños siguieron corriendo. Ronan dio un suspiro de alivio cuando el terreno
bajo sus pies había dejado de ser duro y peligroso, para pasar a ser hierba
mullida. Había pocas posibilidades de tropezar con la hierba.
La
claridad del cielo iba apagándose al tiempo que comenzaban a vislumbrarse las
primeras estrellas en el cielo. El sol se ocultaba entre las montañas, formando
sombras oscuras recortadas contra el cielo.
Stine
apreció que el valle ya no era como el lugar solitario y sereno en el que había
estado minutos antes. Ahora los ruidos eran más perceptibles: el cantar de los
pájaros, el viento, las pisadas de ella y Ronan, el gemido fatigado de su
amigo…De entre todos esos sonidos, uno hizo que Stine parara en seco e hiciera
un gesto a Ronan para que la imitara. La niña agudizó el oído, ignorando el
frenético bombeo de la sangre en sus oídos. Frunció en ceño cuando percibió
unas voces que parecían ser arrastradas por la corriente de aire.
Miró
al niño que intentaba recobrar el aliento.
—¿Los
oyes?—preguntó.
Ronan
asintió.
—Bien—susurró—.
Debemos ir sigilos hasta el caserío—advirtió.
Ronan
volvió a asentir.
Durante
el resto del camino, los niños se desplazaron con el mismo sigilo de un felino,
o por lo menos eso hizo Stine. Se imaginó que era un gato que debía dar caza a
un ratón. Sólo había una oportunidad. Debía enfocar toda su concentración en
ese momento. Pero un gato sigiloso no puede actuar como tal si le sigue uno que
no lo es tanto. Stine apretó los dientes y respiró hondo antes de girarse para
encontrarse con la mirada desconcertada de Ronan.
—Ronan,
el cabrero murió hace años, haz el favor de dejar de moverte como si formaras
parte de su rebaño—le regañó.
El
muchacho asintió.
Stine
indicó a su amigo que frenara en seco cuando ya llegaban a un caserío
abandonado, custodiado por dos altos pinos, con el tejado podrido y las
ventanas rotas.
—Desde aquí tendremos que ir con cuidado para
que no nos oigan—susurró ella—Y controla tu respiración, podrán oírte—le
advirtió.
Los
niños caminaron de cuclillas hasta situarse bajo una de las ventanas rotas.
Stine apartó con una mano el montón de escombros y se situó junto a Ronan bajo
la ventana.
La
conversación de dentro se había vuelto acalorada. Se oía voces que gritaban
para sobreponerse a las otras y dar su opinión. Todos gritaban. Eso resultaba
una ventaja a los niños. Si guardaban silencio como hasta ese momento era
imposible que les oyeran.
Tras
unos segundos, Ronan abrió la boca para hablar pero de inmediato Stine lo
interrumpió poniéndose un dedo en los labios. Dentro del caserío, la
conversación había cesado por completo. Alguien había mandado a todo el mundo
callar.
Ronan
aún así persistía:
—Sólo iba a decir…
—Shh.
El
niño resopló, hundió los hombros y apoyó la cabeza sobre la pared. Stine hizo
lo mismo.
Ella
sabía perfectamente que quería decir su amigo. Iban a descubrir el motivo de
por qué sus padres no dejaban de reunirse. Estaban alterados a todas horas,
habían perdido la comunicación con el mundo, la escasez de comida era cada vez
más notable, su ropa se volvía andrajosa, y por no hablar de la desaparición de
amigos y vecinos que habían conocido desde siempre. El patrón era el mismo:
salían a buscar comida o se empeñaban en ir a buscar a familiares de lugares
considerados peligrosos, y no volvían. Tales fenómenos requerían un por qué, y
sus padres no respondían.
Stine
miró a su amigo afligida. El niño era el que más interesado estaría. Sus padres
habían desaparecido como muchos otros y nadie le había dado un por qué, sólo
que volverían, que no tenía que preocuparse. Pero Stine veía en él la
preocupación y la rabia que no debían ser normales en un niño de diez años.
Sin
pensarlo, la niña le cogió de la mano. Él le devolvió una mirada desoladora, y
ella le sonrió con ternura.
—Cierra los ojos—le susurró.
El
niño obedeció.
Ambos
escucharon con atención la conversación que volvía a transcurrir en tensión
dentro del caserío:
—No huiré—sentenció una voz masculina.
—¡¿Qué hay de nuestros hijos?! Si seguimos
huyendo es por ellos—gritó una mujer al borde de las lágrimas. Stine reconoció
la voz alterada de su madre.
—Annelise, entiéndelo…
—¡No! ¿Queréis plantarles cara y morir para
nada? Pues quedaos—murmuró entre dientes la madre de Stine—Pero yo y mis hijos
huiremos a la montaña.
—¿La montaña? ¿Qué demonios piensas hacer tú
en la montaña?—preguntó otra voz masculina con sorna.
—He leído sobre unos refugios que fueron
construidos hace muchos años…
—¿Leído?—el hombre se rió. Sonó una grave
carcajada—Eso es lo que pasa cuando las mujeres sabéis leer, no interpretáis el
contexto real y se os llena la cabeza de pajaritos.
Se
oyó un fuerte golpe. Annelise lo había abofeteado.
Stine
agarró con más fuerza a Ronan. Ninguno de ellos esperaba que las reuniones de
los adultos tuvieran matices violentos.
Fue
el hombre abofeteado quien hablo, esta vez con seriedad y su voz sonó como la
sentencia final que ninguno quería oír:
—Tus hijos morirán. Asúmelo, mujer. Ya puedes
huir al bosque o quedarte a hacerles frente. Pero te quitarán a tus hijos y se
los llevarán, como a Joel, Ulrich, Nanna, Erik…y la lista continúa. Nosotros
también terminaremos en ella—murmuró.
Se
produjo un intenso silencio.
Stine
y Ronan estaban callados, apenas se atrevían a respirar. La niña sentía como si
un agujero negro se hubiera abierto bajo sus pies y la arrastrara a un abismo
sin fin. Tragó saliva para deshacer el nudo en el estómago.
—Edvin—dijo otra voz femenina con calma—¿Estás
seguro de que llegarán hasta aquí? Esto es un pueblecito y…
— ¿Y?—le interrumpió el hombre—. ¿Te crees que
concederán misericordia a un pueblecito?—pareció escupir la última
palabra—. Somos alimañas para ellos y están arrasando todo el país para
encontrarnos—añadió.
Annelise
se echó a llorar. Stine sintió el impulso de ir a consolar a su madre, pero el
fuerte apretón de Ronan se lo impidió.
—Cariño—la llamó una voz amable, el padre de
Stine—será mejor que…
—Suéltame—dijo la mujer entre sollozos.
Edvin
volvió a arremeter contra la madre de Stine:
—Llegarán esta noche. No tenemos tiempo para
echarnos a llorar, Ann…
—¡Cállate!—le advirtió el marido esta vez—No
sabes nada de la lucha ni del amor hacia la familia. Si no entiendes los
sentimientos de una madre que se quedará sin hijos, será mejor que continúes
comentando tus maravillosos planes para sobrevivir—masculló él entre
dientes.
— ¿Planes? Por si no te has dado cuenta ya
casi es de noche. O luchamos o nos rendimos sin más. Ese es el plan.
—Yo me rendiré. Si nos revelamos eso puede
afectar directamente a Stine, la matarían…—sollozó Annelise.
—¿Soy el único aquí que prefiere morir
llevándose a uno de esos por delante?—preguntó Edvin con rabía contenida.
—Vivir nos dará más posibilidades—contestó
Annelise.
—¿VIVIR? Crees que para ti será vida ver a tu
hija muerta…
—¡No la matarán!
—No, claro que no. A los niños primero los
matan de hambre hasta que están en los huesos y dejan de serles útil. Ahí si que
los matan, y para entonces es el mejor regalo que pueden ofrecerles.
—Mi hija no será capturada. Huirá. Hoy y
ahora.
—No me digas que a la montaña—la voz de Edvin
mostraba fatiga—. Muy lógico todo, ya que no quiero que ellos la maten de
hambre, mejor la dejo en la montaña, que será lo mismo pero con un paisaje más
bonito—su voz se había convertido suave para burlarse de ella.
—Hasta yo sé que es una tontería—dijo una
mujer.
—No hay otra solución.
—No—dijo Edvin.
Algo
en su voz hizo a Stine se le dispara el corazón, más que cuando había oído que
pronunciaban su nombre y debatían sobre su vida y la muerte.
—No—repitó—. Tienes razón Annie, porque ellos
ya están aquí.
Todo
se hizo silencioso. Ronan miró al valle, cómo sus colinas comenzaban a difuminarse
en la noche…y volvían a destacar. El niño frunció el ceño. Un par de luces se
hacía cada vez más intensa a medida que se acercaba. Ronan entró en tensión y
sin pensárselo dos veces gritó:
—¡SE ACERCAN!
A
Stine no le dio tiempo para reprenderlo, porque si había algo que mereciera su
tiempo era huir de las figuras negras que cada vez eran más y más, y que bajaban la colina hasta ellos.
Los
adultos salieron del caserío. Stine se levantó temblorosa y se abrazó a su
madre.
—Mamá, ¿qué está pasando?
—Corre
y escóndete tras ese árbol—contestó su madre señalando uno de los pinos
cercanos al caserío.
Los
gritos comenzaron a extenderse por el valle y las colinas que lo rodeaban.
Lenguas de fuego consumían los árboles y trepaban por ellos, convirtiéndolos en
gigantes antorchas alumbrando la terrorífica noche.
Stine
miraba a su alrededor, aturdida. Su mente se había bloqueado. Una columna de
humo, gritos, disparos y todo había desembocado en aquel infierno. Su mirada se
posaba en los cadáveres que la rodeaban; más tarde en la gente huyendo
despavorida, y finalmente en sus perseguidores. La niña sintió como si corazón se
le fuera a salir del pecho.
Le
había perdido la vista a Ronan y eso hizo que un miedo desgarrador se apoderara
de ella. Las lágrimas le nublaron la visión por un momento. La niña sacudió la
cabeza con decisión y en un impulso inevitable empezó a correr.
Todo
lo que veía eran las figuras negras que llevaban las armas y daban caza a los
habitantes de su pueblo. Veía a mujeres y niños caer al suelo, alzando una mano
o simplemente permaneciendo inertes sobre el suelo. Todos ellos eran los que
apoyaban el movimiento de Edvin. La rebelión significaba muerte.
Fue
entonces cuando percibió que las figuras negras se habían extendido por todo el
territorio, rodeándolo. Era una caza, una caza contra ella, su familia, amigos
y conocidos.
Ese
pensamiento llevó a Stine a quedarse clavada en el suelo. Con desesperación, respiró
el humo asfixiante. No alcanzaba a ver a sus padres, sólo figuras las negras.
Comenzaba a plantearse que haber salido de su escondite no había sido buena
idea. Mientras empezaba a pensar en volver corriendo a refugiarse, una mano se
posó sobre su hombro. Stine sólo tuvo tiempo de ver como un hombre corpulento
comenzaba a arrastrarla. La niña se debatió. Por un momento pareció que el
hombre se había dado por vencido pero lo que hizo en su lugar fue agarrarla del
pelo y tirar más fuerte. La niña gritó, y entre sollozos se dejo arrastrar. Con
la vista clavada en el suelo sólo pudo percibir la hierba, motas de sangre que
resplandecían bajo las llamas, y el fina, el abrigo largo y negro que portaba
su secuestrador.
Stine
oyó la voz de su madre. Por un momento pensó que era una alucinación pero no lo
era.
—Stine—repitió su madre con desesperación.
Finalmente
el hombre corpulento la soltó. Ella alzó la cabeza y vio a su madre subida a la
parte trasera de un camión, junto con un montón de caras conocidas. Stine,
ayudada por un fuerte empujón del secuestrador, se subió al camión y abrazó a su
madre.
—Mamá, ¿qué pasa?—dijo contra su hombro.
—Todo va a salir bien—se limitó a responder
ella.
****
Los
días se hacían confusos para Stine. No sabía cuanto tiempo llevaba encerrada en
el vagón. La muchedumbre hacía que el aire fuera cada vez más denso. Los
adultos no tenían tiempo de llorar porque se ocupaban a tiempo completo de
consolar a los niños que tenían un mal presentimiento. Stine no lloraba, pero
si tenía un mal presagio. Se pasaba las horas y los días abrazada a su madre.
Ya no le preguntaba que estaba pasando ni quienes los habían llevado de su
tierra, de su hogar y los habían separado de su familia. No le importaban las
razones, sólo quería tener la seguridad de seguir viviendo un día más. Aunque
fuera en aquel mugriento vagón.
Un
fuerte estrépito le hizo dar un salto. El tren se había parado. Stine miró a su
madre, y ésta le devolvió una mirada vacía, sin vida. Sus ojos eran dos
profundos agujeros en un rostro pálido y demacrado por la angustia.
La
luz del día impactó de pronto sobre el vagón, provocando que Stine hiciera una
mueca y se tapara los ojos. Llevaba demasiado tiempo sin ver la luz.
La
gente comenzaba a salir a empujones del vagón, pero no por deseo propio. Dos figuras
negras como las del valle los obligaban a hacerlo.
Stine
tuvo que ayudar a su madre a bajar. Cuando pisaron la tierra, dieron pasos
torpes hacia la marabunta que se dirigía a una gran puerta.
Stine
se quedó mirando las dos filas de hombres con perros y armas que los flanqueaban,
vigilando que no escapara ninguno. La niña quiso ver que pasaba más allá de
unas rejas electrificadas, el lugar donde los destinaban, pero su madre
reaccionó y le cogió el rostro con una mano temblorosa.
—Eh, cielo—su voz dulce sonaba rota. Stine le
frunció el ceño en señal de preocupación—Tranquila. Mamá quiere que hagas una
cosa por ella—le susurró.
Stine
la miró sin comprender.
—Cierra los ojos—dijo Annelise con una media
sonrisa.
La
niña volvió la vista al frente y cerró los ojos con un intento de calmar su
frenético corazón.
Lo
último que vio fue las palabras metálicas que había sobre la gran puerta:
Trabajar os hará libres.