domingo, 30 de noviembre de 2014






Las lágrimas regaron mi pecho. 
Hermosas rosas salieron de él. 
Pasó un tiempo, 
y sus pétalos cayeron marchitos 
sobre las páginas de tu diario. 





domingo, 2 de noviembre de 2014





A lo largo de nuestra vida aparecerán problemas 
más grandes que los anteriores,
porque los problemas están hechos 
a la medida de nuestra experiencia.




martes, 15 de julio de 2014

Cuando los aviones sobrevolaron Copenhague


Humo y cenizas. El viento mecía ambas cosas, formando una nube grisácea que imposibilitaba la visión de los escasos viandantes. Tan sólo cinco personas estaban ubicadas en el centro de aquella humareda asfixiante.

Habían conseguido despistar a la autoridad lanzando piedras, cristales y otros materiales que encontraban en su huída por las calles del centro de Copenhague. Las propias cenizas de los edificios que quemaron se alzaron para envolver a los rebeldes en aquel refugio de polvo y escombros. Los cinco sabían que había llegado su hora. Un último grito de guerra y rebeldía moriría en sus gargantas en cuanto fueran masacrados por sus perseguidores. Los sublevados podían ver el corredor de la muerte en esa misma calle, un recorrido que en tiempos de paz habían transitado miles de veces, con la certeza de que volverían al hogar. A diferencia de que esta vez, eran conscientes de la muerte que se avecina, podían saborearla como si la neblina fuera portadora de tal funesto presagio.

 

Selene, la única mujer del grupo, podía sentir los fuertes latidos de su corazón, cómo éste bombeaba en su pecho con la misma fuerza del mar contra las rocas. Sin embargo, su pulso acelerado no se debía al miedo, sino a un estado de alerta que la acompañaba desde el momento que había comenzado a correr. Entrecerró los ojos y avistó unas figuras negras abriéndose paso entre la nube polvorienta. En unos instantes esas figuras difuminadas se convertirían en hombres armados. Sin impacientarse, la mujer miró al hombre que había a su lado y extendió la mano. Sin mediar palabra, él la entendió y le entregó un arma. Los ojos de él intentaron advertirla de un hecho ya conocido por Selene: el contenido del arma.

Una bala. Selene no podía determinar cuantas figuras se acercaban, pero la oportunidad de matarlos se reducía a una sola bala. Era el final.

 —Rolf—llamó ella en voz baja.

El hombre dirigió hacia ella una mirada angustiada.

 —Los niños…—susurró ella.

 —Cariño…

 —Sálvalos.

Antes de que las lágrimas se acumularan en sus ojos, Selene dio un paso al frente. No permitiría que la última imagen que se llevaran de ella fuera la de una mujer débil que sólo encontraba consuelo en las lágrimas. Esperó a que su marido se alejara del grupo, consciente de la posibilidad de que Rolf no cumpliera su cometido.

Las figuras iban siendo cada vez más definidas. Sus brazos eran desiguales, y el grupo adivinó que iban armados. Selene tragó saliva mientras una oleada de recuerdos sumergía su mente, la mayoría eran momentos que había compartido con su esposo e hijos. Volvió a contener las lágrimas, esta vez cerrando los ojos con fuerza.

 —Os quiero—susurró a la nada.


De pronto, su cuerpo entró en alerta al sentir que algo rozaba su brazo. Se giró, y comprobó que todos se habían cogido de la mano y un compañero tendía la suya hacia ella. La mujer observó a los rebeldes con una mezcla de desprecio y rabia.

 —No, yo no quiero acabar así—susurró con firmeza.

 

Las figuras se transformaron en hombres. Selene no tuvo tiempo para fijarse en más detalles. Dio un paso más hacia delante y disparó. Uno de ellos cayó al suelo cuando la bala impactó en su cráneo. Los instantes siguientes fueron pasando a la velocidad de la luz: Selene sonrió, los rostros de sus compañeros se tornaron en máscaras de verdadero terror y los hombres armados les apuntaron.



 

 

miércoles, 28 de mayo de 2014

Cierra los ojos

El silencio se extendía por toda la montaña. Los pájaros no entonaban su suave canto, los arroyos descendían con tal delicadeza que no se llegaba a oír el agua. Ni siquiera la brisa que hacía temblar a las hojas de los árboles conseguía arrancarles un breve susurro.
Stine disfrutaba de aquel silencio recostada sobre una roca, con la mirada fija en el cielo despejado y rozando con la punta de sus dedos el húmedo musgo que cubría la superficie rocosa. Incluso su mente parecía estar en una completa tranquilidad, sólo la dulce voz de su madre resonaba en su mente, como un susurro que poco a poco se convierte en un eco. Cierra los ojos, le decía.
Stine lo hizo con una sonrisa en los labios. Cerrar los ojos era lo que su madre empleaba para asegurarle que todo iría bien, sólo tenía que olvidar sus preocupaciones y respirar hondo. Nada era imposible de superar si tomaba una fracción de segundo para alejarse de la realidad y verla desde otra perspectiva. La niña seguía con los ojos cerrados y sonriendo al paisaje. Todo en él le transmitía serenidad, y eso era algo irrompible…o al menos eso pensaba ella.
 —¡Stine!—gritó una voz infantil.
Un niño corría cuesta arriba, soltando pequeñas exclamaciones cuando se tropezaba con una raíz o se resbalaba con las piedras más lisas. Era rechoncho y la papada le bailaba con cada salto que daba acompañado de un leve gemido por el esfuerzo.
La niña seguía con los ojos cerrados cuando el niño se situó a su lado. El aliento sofocado golpeó a Stine en el rostro, y con una mueca, ésta abrió los ojos y se apoyó sobre un codo para mirar al niño.
 —¿Qué pasa, Ronan?—preguntó molesta.
El niño con la cara enrojecida se pasó una mano por la frente, para eliminar las perlas de sudor que le empapaban los rizos oscuros.
 —Los mayores…los mayores se han reunido—dijo sin aliento.
Stine entró en tensión. Bajó de la roca de un solo salto y agarró a su amigo por los hombros.
 —¿Tú sabes donde lo han hecho?
Ronan asintió.
La niña enarcó una ceja en señal de que esperaba más información.
 —En la casa abandonada, la del cabrero…
No le dio tiempo a terminar, porque Stine ya había echado a correr cuesta abajo.
La paz había quedado olvidada. Todo lo que ocupaba los pensamientos de Stine era una palabra: Reunión.

—¡Stine!—llamó su amigo.
 —¡Corre, Ronan! Si no nos damos prisa pasara como la última vez—le instó Stine.
El niño echó a correr con las rodillas temblorosas. Bajaba tan rápido como podía, intentando llegar hasta su amiga. La pequeña bajaba a una increíble velocidad y con sorprendente agilidad, esquivando raíces traicioneras y piedras demasiado llanas.
 —¿Por qué siempre buscas un lugar tan alejado y escarpado para estar sola?¿No te vale el desván de tu casa?—preguntó el niño indignado.
 —Sabes que no—contestó Stine por encima del hombro para hacerse oír.
 —Bueno, ¿por qué tiene que ser una montaña?
Stine resopló.
 —¡Ni siquiera es un pico!—le reprochó—. Ya estamos casi en el valle.

Los niños siguieron corriendo. Ronan dio un suspiro de alivio cuando el terreno bajo sus pies había dejado de ser duro y peligroso, para pasar a ser hierba mullida. Había pocas posibilidades de tropezar con la hierba.
La claridad del cielo iba apagándose al tiempo que comenzaban a vislumbrarse las primeras estrellas en el cielo. El sol se ocultaba entre las montañas, formando sombras oscuras recortadas contra el cielo.
Stine apreció que el valle ya no era como el lugar solitario y sereno en el que había estado minutos antes. Ahora los ruidos eran más perceptibles: el cantar de los pájaros, el viento, las pisadas de ella y Ronan, el gemido fatigado de su amigo…De entre todos esos sonidos, uno hizo que Stine parara en seco e hiciera un gesto a Ronan para que la imitara. La niña agudizó el oído, ignorando el frenético bombeo de la sangre en sus oídos. Frunció en ceño cuando percibió unas voces que parecían ser arrastradas por la corriente de aire.
Miró al niño que intentaba recobrar el aliento.
—¿Los oyes?—preguntó.
Ronan asintió.
—Bien—susurró—. Debemos ir sigilos hasta el caserío—advirtió.
Ronan volvió a asentir.
Durante el resto del camino, los niños se desplazaron con el mismo sigilo de un felino, o por lo menos eso hizo Stine. Se imaginó que era un gato que debía dar caza a un ratón. Sólo había una oportunidad. Debía enfocar toda su concentración en ese momento. Pero un gato sigiloso no puede actuar como tal si le sigue uno que no lo es tanto. Stine apretó los dientes y respiró hondo antes de girarse para encontrarse con la mirada desconcertada de Ronan.
—Ronan, el cabrero murió hace años, haz el favor de dejar de moverte como si formaras parte de su rebaño—le regañó.
El muchacho asintió.


Stine indicó a su amigo que frenara en seco cuando ya llegaban a un caserío abandonado, custodiado por dos altos pinos, con el tejado podrido y las ventanas rotas.
 —Desde aquí tendremos que ir con cuidado para que no nos oigan—susurró ella—Y controla tu respiración, podrán oírte—le advirtió.

Los niños caminaron de cuclillas hasta situarse bajo una de las ventanas rotas. Stine apartó con una mano el montón de escombros y se situó junto a Ronan bajo la ventana.
La conversación de dentro se había vuelto acalorada. Se oía voces que gritaban para sobreponerse a las otras y dar su opinión. Todos gritaban. Eso resultaba una ventaja a los niños. Si guardaban silencio como hasta ese momento era imposible que les oyeran.

Tras unos segundos, Ronan abrió la boca para hablar pero de inmediato Stine lo interrumpió poniéndose un dedo en los labios. Dentro del caserío, la conversación había cesado por completo. Alguien había mandado a todo el mundo callar.
Ronan aún así persistía:
 —Sólo iba a decir…
 —Shh.
El niño resopló, hundió los hombros y apoyó la cabeza sobre la pared. Stine hizo lo mismo.
Ella sabía perfectamente que quería decir su amigo. Iban a descubrir el motivo de por qué sus padres no dejaban de reunirse. Estaban alterados a todas horas, habían perdido la comunicación con el mundo, la escasez de comida era cada vez más notable, su ropa se volvía andrajosa, y por no hablar de la desaparición de amigos y vecinos que habían conocido desde siempre. El patrón era el mismo: salían a buscar comida o se empeñaban en ir a buscar a familiares de lugares considerados peligrosos, y no volvían. Tales fenómenos requerían un por qué, y sus padres no respondían.
Stine miró a su amigo afligida. El niño era el que más interesado estaría. Sus padres habían desaparecido como muchos otros y nadie le había dado un por qué, sólo que volverían, que no tenía que preocuparse. Pero Stine veía en él la preocupación y la rabia que no debían ser normales en un niño de diez años.
Sin pensarlo, la niña le cogió de la mano. Él le devolvió una mirada desoladora, y ella le sonrió con ternura.
 —Cierra los ojos—le susurró.
El niño obedeció.
Ambos escucharon con atención la conversación que volvía a transcurrir en tensión dentro del caserío:
 —No huiré—sentenció una voz masculina.
 —¡¿Qué hay de nuestros hijos?! Si seguimos huyendo es por ellos—gritó una mujer al borde de las lágrimas. Stine reconoció la voz alterada de su madre.
 —Annelise, entiéndelo…
 —¡No! ¿Queréis plantarles cara y morir para nada? Pues quedaos—murmuró entre dientes la madre de Stine—Pero yo y mis hijos huiremos a la montaña.
 —¿La montaña? ¿Qué demonios piensas hacer tú en la montaña?—preguntó otra voz masculina con sorna.
 —He leído sobre unos refugios que fueron construidos hace muchos años…
 —¿Leído?—el hombre se rió. Sonó una grave carcajada—Eso es lo que pasa cuando las mujeres sabéis leer, no interpretáis el contexto real y se os llena la cabeza de pajaritos.
Se oyó un fuerte golpe. Annelise lo había abofeteado.
Stine agarró con más fuerza a Ronan. Ninguno de ellos esperaba que las reuniones de los adultos tuvieran matices violentos.

Fue el hombre abofeteado quien hablo, esta vez con seriedad y su voz sonó como la sentencia final que ninguno quería oír:
 —Tus hijos morirán. Asúmelo, mujer. Ya puedes huir al bosque o quedarte a hacerles frente. Pero te quitarán a tus hijos y se los llevarán, como a Joel, Ulrich, Nanna, Erik…y la lista continúa. Nosotros también terminaremos en ella—murmuró.

Se produjo un intenso silencio.

Stine y Ronan estaban callados, apenas se atrevían a respirar. La niña sentía como si un agujero negro se hubiera abierto bajo sus pies y la arrastrara a un abismo sin fin. Tragó saliva para deshacer el nudo en el estómago.

 —Edvin—dijo otra voz femenina con calma—¿Estás seguro de que llegarán hasta aquí? Esto es un pueblecito y…
 — ¿Y?—le interrumpió el hombre—. ¿Te crees que concederán misericordia a un pueblecito?—pareció escupir la última palabra—. Somos alimañas para ellos y están arrasando todo el país para encontrarnos—añadió.
Annelise se echó a llorar. Stine sintió el impulso de ir a consolar a su madre, pero el fuerte apretón de Ronan se lo impidió.

 —Cariño—la llamó una voz amable, el padre de Stine—será mejor que…
 —Suéltame—dijo la mujer entre sollozos.
Edvin volvió a arremeter contra la madre de Stine:
 —Llegarán esta noche. No tenemos tiempo para echarnos a llorar, Ann…
 —¡Cállate!—le advirtió el marido esta vez—No sabes nada de la lucha ni del amor hacia la familia. Si no entiendes los sentimientos de una madre que se quedará sin hijos, será mejor que continúes comentando tus maravillosos planes para sobrevivir—masculló él entre dientes.
 — ¿Planes? Por si no te has dado cuenta ya casi es de noche. O luchamos o nos rendimos sin más. Ese es el plan.
 —Yo me rendiré. Si nos revelamos eso puede afectar directamente a Stine, la matarían…—sollozó Annelise.
 —¿Soy el único aquí que prefiere morir llevándose a uno de esos por delante?—preguntó Edvin con rabía contenida.
 —Vivir nos dará más posibilidades—contestó Annelise.
 —¿VIVIR? Crees que para ti será vida ver a tu hija muerta…
 —¡No la matarán!
 —No, claro que no. A los niños primero los matan de hambre hasta que están en los huesos y dejan de serles útil. Ahí si que los matan, y para entonces es el mejor regalo que pueden ofrecerles.
 —Mi hija no será capturada. Huirá. Hoy y ahora.
 —No me digas que a la montaña—la voz de Edvin mostraba fatiga—. Muy lógico todo, ya que no quiero que ellos la maten de hambre, mejor la dejo en la montaña, que será lo mismo pero con un paisaje más bonito—su voz se había convertido suave para burlarse de ella.
 —Hasta yo sé que es una tontería—dijo una mujer.
 —No hay otra solución.
 —No—dijo Edvin.
Algo en su voz hizo a Stine se le dispara el corazón, más que cuando había oído que pronunciaban su nombre y debatían sobre su vida y la muerte.
 —No—repitó—. Tienes razón Annie, porque ellos ya están aquí.

Todo se hizo silencioso. Ronan miró al valle, cómo sus colinas comenzaban a difuminarse en la noche…y volvían a destacar. El niño frunció el ceño. Un par de luces se hacía cada vez más intensa a medida que se acercaba. Ronan entró en tensión y sin pensárselo dos veces gritó:
 —¡SE ACERCAN!

A Stine no le dio tiempo para reprenderlo, porque si había algo que mereciera su tiempo era huir de las figuras negras que cada vez eran más y más,  y que bajaban la colina hasta ellos.
Los adultos salieron del caserío. Stine se levantó temblorosa y se abrazó a su madre.
 —Mamá, ¿qué está pasando?
 —Corre y escóndete tras ese árbol—contestó su madre señalando uno de los pinos cercanos al caserío.



Los gritos comenzaron a extenderse por el valle y las colinas que lo rodeaban. Lenguas de fuego consumían los árboles y trepaban por ellos, convirtiéndolos en gigantes antorchas alumbrando la terrorífica noche.
Stine miraba a su alrededor, aturdida. Su mente se había bloqueado. Una columna de humo, gritos, disparos y todo había desembocado en aquel infierno. Su mirada se posaba en los cadáveres que la rodeaban; más tarde en la gente huyendo despavorida, y finalmente en sus perseguidores. La niña sintió como si corazón se le fuera a salir del pecho.
Le había perdido la vista a Ronan y eso hizo que un miedo desgarrador se apoderara de ella. Las lágrimas le nublaron la visión por un momento. La niña sacudió la cabeza con decisión y en un impulso inevitable empezó a correr.
Todo lo que veía eran las figuras negras que llevaban las armas y daban caza a los habitantes de su pueblo. Veía a mujeres y niños caer al suelo, alzando una mano o simplemente permaneciendo inertes sobre el suelo. Todos ellos eran los que apoyaban el movimiento de Edvin. La rebelión significaba muerte.
Fue entonces cuando percibió que las figuras negras se habían extendido por todo el territorio, rodeándolo. Era una caza, una caza contra ella, su familia, amigos y conocidos.
Ese pensamiento llevó a Stine a quedarse clavada en el suelo. Con desesperación, respiró el humo asfixiante. No alcanzaba a ver a sus padres, sólo figuras las negras. Comenzaba a plantearse que haber salido de su escondite no había sido buena idea. Mientras empezaba a pensar en volver corriendo a refugiarse, una mano se posó sobre su hombro. Stine sólo tuvo tiempo de ver como un hombre corpulento comenzaba a arrastrarla. La niña se debatió. Por un momento pareció que el hombre se había dado por vencido pero lo que hizo en su lugar fue agarrarla del pelo y tirar más fuerte. La niña gritó, y entre sollozos se dejo arrastrar. Con la vista clavada en el suelo sólo pudo percibir la hierba, motas de sangre que resplandecían bajo las llamas, y el fina, el abrigo largo y negro que portaba su secuestrador.

Stine oyó la voz de su madre. Por un momento pensó que era una alucinación pero no lo era.
 —Stine—repitió su madre con desesperación.
Finalmente el hombre corpulento la soltó. Ella alzó la cabeza y vio a su madre subida a la parte trasera de un camión, junto con un montón de caras conocidas. Stine, ayudada por un fuerte empujón del secuestrador, se subió al camión y abrazó a su madre.
 —Mamá, ¿qué pasa?—dijo contra su hombro.
 —Todo va a salir bien—se limitó a responder ella.

****

Los días se hacían confusos para Stine. No sabía cuanto tiempo llevaba encerrada en el vagón. La muchedumbre hacía que el aire fuera cada vez más denso. Los adultos no tenían tiempo de llorar porque se ocupaban a tiempo completo de consolar a los niños que tenían un mal presentimiento. Stine no lloraba, pero si tenía un mal presagio. Se pasaba las horas y los días abrazada a su madre. Ya no le preguntaba que estaba pasando ni quienes los habían llevado de su tierra, de su hogar y los habían separado de su familia. No le importaban las razones, sólo quería tener la seguridad de seguir viviendo un día más. Aunque fuera en aquel mugriento vagón.

Un fuerte estrépito le hizo dar un salto. El tren se había parado. Stine miró a su madre, y ésta le devolvió una mirada vacía, sin vida. Sus ojos eran dos profundos agujeros en un rostro pálido y demacrado por la angustia.
La luz del día impactó de pronto sobre el vagón, provocando que Stine hiciera una mueca y se tapara los ojos. Llevaba demasiado tiempo sin ver la luz.
La gente comenzaba a salir a empujones del vagón, pero no por deseo propio. Dos figuras negras como las del valle los obligaban a hacerlo.
Stine tuvo que ayudar a su madre a bajar. Cuando pisaron la tierra, dieron pasos torpes hacia la marabunta que se dirigía a una gran puerta.
Stine se quedó mirando las dos filas de hombres con perros y armas que los flanqueaban, vigilando que no escapara ninguno. La niña quiso ver que pasaba más allá de unas rejas electrificadas, el lugar donde los destinaban, pero su madre reaccionó y le cogió el rostro con una mano temblorosa.
 —Eh, cielo—su voz dulce sonaba rota. Stine le frunció el ceño en señal de preocupación—Tranquila. Mamá quiere que hagas una cosa por ella—le susurró.
Stine la miró sin comprender.
 —Cierra los ojos—dijo Annelise con una media sonrisa.
La niña volvió la vista al frente y cerró los ojos con un intento de calmar su frenético corazón.

Lo último que vio fue las palabras metálicas que había sobre la gran puerta: Trabajar os hará libres.