sábado, 27 de julio de 2013

Un Final Para El Cazador

Como en el relato de Kafka, Ronan Crowley se despertó una mañana, cuando el amanecer era tan solo una fina uña dorada en el horizonte, después de un sueño intranquilo, convertido en algo que él no era.
Ronan abrió los ojos lentamente y observó que estaba tendido sobre su cama. Su cuerpo había cambiado. Se había convertido en un  hermoso lobo de pelaje blanco como la nieve con unos ojos grandes y ambarinos.
Pudo verse gracias al alargado y viejo espejo que tenía a la derecha. Lo primero que hizo fue mirar su propio reflejo. Su sobresalto, mezclado con incertidumbre, no pudo manifestarse de otra forma que emitiendo un gemido angustiado, parecido al de un perro. Al principio pensó que su propia transformación era fruto de un sueño. Volvió a mirarse en el espejo, esta vez con una chispa de petulancia reflejada en sus ojos dorados. Si se trataba de un sueño, era uno bastante dulce. Se veía en la piel de un ser magnífico, arropado por la cobertura del lecho, que eran pelajes de su misma especie.
<<¡Qué buen provecho sacaría de este ejemplar!>> pensó con arrogancia.
Apartó la vista del espejo y miró a su alrededor. Su habitación estaba iluminada por los destellos anaranjados de la chimenea de su izquierda. Y lo único que se oía era el crepitar de las llamas.
Al frente se ubicaba lo que él consideraba como sus mejores glorias y orgullo: cabezas disecadas de ciervos, jabalíes, entre otras especies, que colgaban rodeando la puerta de madera.
En el suelo, frente a la puerta, se había un alfombra de pelaje de lobo color canela. <<Un suculento trofeo>> volvió a pensar para si, rememorando aquel día.

De pronto, alguien tocó la puerta. El pelo del lobo se erizó y hasta la última fibra de su ser entró en tensión. Involuntariamente, comenzó a gruñir desde lo más profundo de sus entrañas.
Tras llamar una segunda vez y no obtener respuesta, la puerta se abrió de un solo golpe. El hombre que entró por ella llevaba un arma de fuego en la mano. Era el compañero de caza de Ronan, quien le despertaba cada mañana para comenzar la partida de caza.
Una sensación de alivio recorrió el cuerpo del lobo, y antes de que Ronan pudiera darse cuenta de que nada era un sueño, él se convirtió en la víctima de lo mismo que él había matado a lo largo del tiempo.


jueves, 25 de julio de 2013

¡Canciones de la semana!

Estoy muy muy muy muy muy muy enganchada a estas canciones. Las llevo escuchando toda la semana. Me encantan.
Las comparto con vosotras por si os gusta alguna :D
Un besazo.



El Reino Del Silencio

El humo penetraba dentro de ella, como un espectro que rasgara cruelmente sus pulmones y garganta, haciendo la inspiración una tarea casi imposible.
Estaba tumbada de costado sobre los escombros ennegrecidos de la resistente y álgida estructura que había construido a lo largo del tiempo, pero que se desmoronó con la primera ráfaga de los vientos fríos.
Se incorporó un poco, apoyándose sobre los codos y miró al cielo. Éste estaba encapotado y llovían fragmentos de ceniza. Algunos caían al rostro de la muchacha, se fundían con las lágrimas de ella formando ríos grises que surcaban sus mejillas.
Era un panorama desolador el que la rodeaba, todo era gris, oscuro….y triste.
Aún así la joven sabía que estaba en un sueño. Su mente había creado ese paisaje angustioso como una forma de liberar lo que de verdad estaba viviendo: una pesadilla asfixiante y tenebrosa.

Las esquirlas de cristal que arañaban sus rodillas desnudas eran pedazos de los sueños e ilusiones que había cultivado y ya no tenían sentido.
No pudo evitar el pensamiento de que lo que veía ante sus ojos era macabro. Se quedó mirando a un punto fijo entre el humo y las llamas que seguían lamiendo los pedazos de su esperanza, como si se alimentaran de ello. Trató de recordar al joven que había construido y destruido todo aquello con sus propias palabras.
Rememoró la tercera vez que lo había visto. Ahí lo supo. Tuvo la guardia baja, y antes de que terminar de alzar la mano para saludarle, supo que se había enamorado.
Sintió un fuerte golpe en el estómago, como si estuviera en una de esas atracciones de feria en las que solía montar de pequeña y su corazón se desbocaba debido a la adrenalina. Pero en su mente era distinto, todo empezó a dar vueltas formando un remolino en su interior que acabó extirpando lo mejor de ella: la cautela. Lo peor fue que apenas lo percibió. La voz interna le gritaba que algo saldría mal, pero apenas era el eco de un susurro.
Los muchachos estuvieron juntos, ella vivió su historia de amor y él un juego de ajedrez en el que debía derrumbarla a ella. Fue efímero, y para cuando ella quiso darse cuenta había sido desterrada a aquel lugar terrorífico, sin un rayo de luz que le infringiera un hilo de esperanza.

Removió un fragmento de sus ilusiones hechas añicos entre los dedos. Por suerte aquello era un sueño. Cuando despertara estaría sobre su cama mullida y reconfortante, el sol saldría como cada mañana, impulsando sus ganas de vivir. Porque él lo era todo y lo había perdido.

Se despertó con un leve sobresalto. Podía respirar, no había humo que se lo impidiese. Miró a su lado, esperando encontrarle, pero el lecho estaba frío. Se arrebujó bajo las sábanas, buscando su calor. Suspiró.

Volvieron los flashbacks, esta vez a la vida real. Todo había comenzado como una noria, en un momento sintió que sus pies no tocaban la tierra y estaba en lo más alto, un instante después se estampó contra el suelo. No sabía cuanto tiempo tardarían sus heridas en curarse, pero estaba segura que lo más costoso sería dejar de confiar en aquel hermoso palacio desmoronado, porque no hay nada más difícil que sepultar tus recuerdos felices de finales amargos en el eterno reino del silencio. 


miércoles, 10 de julio de 2013

Unbroken. Capítulo 1: Sublime



El perfume la envolvió con un olor dulce y vainillado. Muchas personas pensaban que era una estupidez que las chicas quisieran oler como un muffin recién horneado, pero Julia siempre se había sentido atraída a los olores suaves y embriagadores como aquel. La muchacha se peinó suavemente con los dedos el pelo que le caía lacio rozándole los hombros; se puso un poco de brillo en los labios, cogió su bolso de marca (para causar buena impresión, tal como había comentado su madre) y salió de su casa.
Nada más dar un paso al exterior el calor la azotó con una fuerte y seca sacudida. Bufó a modo de desesperación. Bajó las escaleras de su entrada y giró hacia la acera del lado derecho  para andar sobre el camino que presentaba trazos de fresca sombra allí donde los árboles estiraban sus ramas proporcionando un poco de frescura al ambiente tan sofocante.
Caminaba dando grandes zancadas, huyendo del Sol para encontrarse cuanto antes con el próximo árbol que le confiriera dos segundos escasos de descanso y así recuperarse del picor ardiente de su espalda. Sabía donde tenía que dirigirse, las palabras se repetían en su mente una y otra vez: Calle Marchante, Restaurante Le Roi des rois.
Un nombre absurdo para un restaurante de comensales del mismo nivel, pensó Julia.

Su madre había conseguido convencer a una de sus amigas, Jacqueline Harve, para que contratara a Julia como niñera de su hija Lillianne. La mujer había aceptado a cambio de una cita con la muchacha. Cuando Julia supo el lugar de encuentro, se dio cuenta de que Jacqueline no sería como esperaba. Ella había asumido que sería una mujer corriente, con un trabajo corriente y una vida ordinaria. Pero se le olvidaba que ni su propia madre pertenecía ya a ese grado social de normalidad. Ahora estaba casada con un hombre de alto nivel adquisitivo y eso significaba que sus amistades formarían parte del mismo círculo.
Julia solo había tenido la oportunidad de conocer a dos amigas de su madre, Belén y Victoria. Dos mujeres que Julia firmaría por no volver a ver nunca más. La falsedad que ambas mostraban por cada poro de su piel excesivamente estirada resultaba insoportable y repulsiva para Julia.
La muchacha imaginó que Jacqueline sería igual, con un aspecto más afrancesado pero con la misma prepotencia patente en cada uno de sus actos.

Julia seguía imaginándose el carácter de Jacqueline cuando de pronto, un ruido rompió el hilo de sus pensamientos. Julia solo tuvo tiempo de ahogar una exclamación y dar un saltito a la derecha. Una bicicleta pasó veloz a su lado, el joven que la montaba giró la cabeza un instante para mirarla. Julia no pudo asegurar si la había mirado con reproche o simple diversión ante su reacción.
El corazón aún le latía con fuerza debido al susto cuando siguió caminando hasta que la acera llegó a su fin. Entonces giró a su izquierda, cruzó la carretera y siguió su camino por una calle más estrecha. Ya no había árboles que pudieran protegerla del calor asfixiante. La calle que tenía ante ella estaba abarrotada de mesas y carteles anunciando menús a buen precio. Julia se apresuró a caminar bajo los toldos de los bares que discurrían en fila; telas salpicadas de suciedad de todos los colores y tonalidades posibles.
Siguió caminando, abriéndose paso por el gentío. Al llegar al final de la calle volvió a torcer a la izquierda. Esa zona ya no era como la anterior, el bullicio desapareció casi automáticamente. Caminó unos metros más antes de interceptar un bar pequeño y de aspecto sucio. Un cartel luminoso (ahora apagado) de letras amarillas coronaba al bar por encima del toldo verde oscuro. Julia lo miró con añoranza, ese era su sitio favorito del mundo, además de su cuarto. Todas las personas que frecuentaban ese bar eran jubilados u hombres de aspecto desaliñado que fumaban un puro en la entrada o jugueteaban con un palillo entre los dientes.
A Julia le encantaba por eso, por su tosquedad, era lo que era. Siempre iba allí cuando le decía a su padre que había quedado con esos amigos que no tenía. Entonces se tomaba un café o un té y pasaba el rato mirando a través de las ventanas sucias a un punto inexacto, preguntándose como continuaría su vida o si podría seguir siendo una noria de emociones tan intensamente crueles.
Julia podía verse allí sentada, con la infusión humeante sobre la mesa y su mirada melancólica clavada en los ojos de la que era ahora: una figura vestida con unos pantalones pitillos cortos ajustados y una camiseta de lino blanca. Seguía sintiéndose fuerte, pero podía ver reflejada su mirada en las ventanas del bar, pudo observar un ápice de la tristeza que siempre la acompañaba en el fondo de sus ojos. Como la oscuridad al final de un pasillo, amenazando con engullirlo todo.
Sacudió la cabeza, se había quedado clavada en el sitio. Una parte de ella añoraba todas las tardes que había pasado en aquel lugar hasta que el Sol no fuera más que una uña dorada en el horizonte. Suspiró. Por un momento se sintió tentada de entrar y abandonar su cita con Jacqueline…pero se contuvo. La tentación de volver a su antiguo yo era patente, porque siempre era más fácil dejarse llevar sintiendo los cortes que la desangraban por dentro que alzarse de nuevo. ¿Quién le negaba que no fuera a impactarse contra el suelo en cualquier momento y de una forma más cruel que las anteriores veces? Pero Julia recurrió a esa fuerza que la había abordado en su casa y seguía circulando dentro de ella. Por una vez había sido capaz de levantarse y enfrentarse a una nueva vida que se le ofrecía, abandonar sin ni siquiera intentarlo no era una opción.

Recompuso su compostura respirando profundamente. Todo va a ir bien, pensó en su fuero interno. Su cabeza seguía dubitativa pero sus piernas empezaron a dar pasos firmes y la muchacha se concentró en eso. Recorrió cinco calles más, algunas estrechas, otras más amplias; pero cada vez el número de turistas era menor, se encaminaba a la zona de alto nivel social de la ciudad. Los pisos y chalets con puertas y barandillas envejecidas que representaban la imagen característica de la calle de Julia se hacían cada vez menos frecuentes. Poco a poco se hacían más recurrentes las entradas sostenidas por pilares de piedra blanca con capiteles jónicos o corintios y las puertas oscuras de madera pulida con un pomo de acero y de aspecto pesado. Los viandantes parecían ir mejor vestidos con cada esquina que Julia giraba.
En su barrio la gente que salía a correr llevaba una camiseta raída, unas mallas negras y unas deportivas desgastadas. Pero la calle sobre la que andaba Julia no era igual, los jóvenes llevaban camisetas especiales anti-sudor de marca, mallas del mismo tipo y un iPod de color chillón sujeto a su brazo gracias a una banda.
Una chica pasó veloz a su lado. La muchacha observó que se movía con mayor gracia que todos los corredores de su barrio juntos. Julia miró a los lados de la calle nerviosa, por un momento pensó que se había metido en la grabación de un anuncio de zapatillas deportivas, de esos que trataban de mostrar la excitación del deportista por la sudoración o el cansancio.
Si fuera yo estaría arrastrándome por la acera como una babosa, reconoció para si con humor.
Volvió la vista al frente, a solo unos pasos vio un toldo negro que tenía escrito en unas letras anaranjadas muy elegantes Le Roi des Rois. Julia dio un suspiro.
Las paredes externas del restaurante eran paneles totalmente negros. Solo había un gran ventanal y una puerta de cristal que dejarían ver el interior de no ser por la intensa luz del mediodía.

Se refugió bajo el toldo y esperó pacientemente la llegada de la mujer. Miraba a ambos lados de la calle, esperando encontrar una mujer de aspecto pulcro y refinado. De pronto se fijó en una figura que destacaba sobre el resto de personas que paseaban con tranquilidad sobre la acera. Era una mujer. Julia la observó de arriba abajo. A juzgar por su apariencia, parecía rozar los treinta años, llevaba su melena negra larga y brillante recogida en una coleta perfecta, no se salía ni un pelo de su sitio. Llevaba unas gafas de sol negras grandes muy elegantes, al igual que el vestido ajustado que se le ceñía a su cuerpo esbelto hasta las rodillas. Andaba con ligereza y elegancia sobre sus tacones de aguja negros, la calle parecía su pasarela y ella era la única modelo que podía desfilar por ella.
A Julia le rechinaron los dientes, era perfecta. Tuvo que desviar la mirada porque sentía que con ella trasmitía repugnancia.
Fijó la vista a sus pies y esperó que la hermosa mujer pasara por delante de ella.
Pero en vez de eso, la mujer se quedó parada justo a su lado, Julia veía sus tacones apuntando de forma acusadora a sus bailarinas viejas.
 —¿Juliette?—preguntó dubitativa la mujer con un acento francés.
Julia alzó la cabeza sorprendida. Pocas personas la llamaban así. La muchacha se la quedó mirando un momento antes de responder:
 —Sí—contestó con la mayor simpatía posible.— Tú debes de ser Jacqueline—añadió con voz temblorosa.
Julia tragó saliva. Jacqueline dio un paso atrás para situarse justo detrás de una pequeña figura que había a su lado. La niña alzó sus largas y finas pestañas para mirar a Julia con unos ojos enormes y verdes. Tenía el pelo de su madre: largo, lacio, brillante y negro, pero la niña llevaba un tupido flequillo recto hasta las cejas. Vestía el uniforme de su colegio: gris y azul.
 —Te presento a mi pequeña Lillianne—dijo Jacqueline estirando sus labios jugosos con forma de corazón en una sonrisa perfecta.
Julia sonrió a la niña. Lillianne le respondió al gesto sin despegar los labios, casi automáticamente sus mofletes se encendieron y agarró la pierna de su madre.
Jacqueline rió, y su risa estaba cargada de musicalidad.
Julia la miró, sabía que bajo esas gafas de marca se encontraban los ojos más preciosos del mundo. Y ese pensamiento la hizo sentirse pequeña, a sus ojos todo el mundo era perfecto, mientras que ella avanzaba sobre una realidad en blanco y negro.
Sacudió la cabeza, salir adelante estaba costándole más de lo que pensaba. Cualquier minucia la distraía y la persuadía para que volviera a las tinieblas que invadían su corazón.
 —¿Entramos?—preguntó la muchacha con voz neutra, camuflando su impaciencia.
La mujer asintió y empujó a la niña para que avanzara por delante de ella. Jacqueline empujó la puerta de cristal y la mantuvo para que Julia pasase.
Además educada, pensó la muchacha con resignación.
Un camarero fue a recibirlas al instante.
 —Jacqueline, sa va mon cherrie? vien avec moi—el camarero, que parecía conocer a la mujer condujo a las tres hasta su mesa.

Julia agradeció que dentro hubiera aire acondicionado. Mientras Jacqueline y el camarero mantenían una conversación aparentemente divertida, la muchacha observó a los comensales: la mayoría superaba los cincuenta años, iban muy bien vestidos y reían de la misma forma con la que Julia se imaginaba que reirían la aristocracia con sus caras empolvadas de blanco en los palacios del siglo XVI. Se estremeció, eso era la cúspide de la sociedad, nunca les faltarían recursos o algún deseo que satisfacer, y aún así Julia se sintió inexplicablemente triste por ellos.

Habían avanzado unos metros, cuando Julia casi tropezó con un pequeño escalón. Fijó la vista al frente, había una pequeña escalera de madera que contaba con tres escalones y una barandilla del mismo material. Julia los subió, deseando que nadie se hubiera fijado en su torpeza.
La zona en la que se encontraba era la misma planta que el resto del restaurante, pero al mismo tiempo parecía distinta. Era como una amplia plataforma apartada del resto del restaurante.
La zona exclusiva de un restaurante exclusivo de por si, pensó la joven.
El camarero las condujo hasta una de las mesas y Lillianne soltó la mano de su madre para sentarse junto a ella. Julia arrastró la silla que había frente a Jacqueline y tomó asiento. La mujer se quitó las gafas y miró a Julia con unos ojos azules como el océano, llenos de jovialidad.
 —Tu madre me ha dicho que te encantan los niños—comentó Jacqueline para romper el hielo.
Julia tuvo que apartar la mirada de los ojos de la mujer, ¿cómo podía acumular una persona tanta belleza?
 —Si, así es—dijo ella. No era del todo cierto, Julia había conocido niños tan perversos que habría preferido pasar la tarde cuidando pitbulls.

Julia no había notado la ausencia del camarero, pero éste se acercó a ellas sonriente y les ofreció una carta a cada una. Julia la abrió y miró los platos. Jacqueline iba a pagar, pero eso no era excusa para coger el plato más caro de la carta. Julia observó con detenimiento los precios; el más barato rozaba los 40 euros. Siguió la línea de puntos hasta llegar al nombre del plato, se quedó estupefacta. Tendría que haber previsto que estaría escrito en francés, pero no lo había hecho. Miró a Jacqueline, que parecía dudar en la elección del plato. La mujer alzó la cabeza y le preguntó en francés al camarero. Julia volvió a mirar su carta, no sabía deducir ningún alimento del plato. De repente, alguien le dio dos toques en el hombro. La muchacha se volvió y vio a la pequeña Lillianne de pie que la miraba con el mentón ligeramente levantado. Sus los ojos rebosaban petulancia.
Julia frunció el ceño y abrió la boca para hablar, pero la pequeña habló antes:
 —Dime que quieres—dijo la pequeña con acidez.
Julia la miró con los ojos abiertos antes de reaccionar y señalarle con el dedo el nombre del plato. La chiquilla sonrió.
 —Es filete de ternera…con crema de guisantes, zanahorias y acompañado de…brócoli al vapor—dijo al fin. Miró triunfante y orgullosa a Julia.
 —Gra…gra…gracias—dijo la joven aún con la boca abierta.
La niña volvió a su silla con gracia, como habría imaginado que andaría Jacqueline a su edad.

La mujer había terminado de hablar con el camarero cuando se dirigió a Julia:
 —¿Te has decidido?—la voz de Jacqueline era suave.
Julia iba a responder pero Lillianne se la adelantó y respondió a su madre en francés. Julia se las quedó mirando.
 —Oh, ¿entonces quieres eso?—preguntó la mujer.
Yo que sé, bien podría haberte respondido pezuña de jabalí en su salsa que yo no he entendido nada, pensó la muchacha nerviosa.
Por un instante miró a la niña con desconfianza y ella le devolvió la mirada con aquellos ojos grandes y verdes, sin rastro de maldad.
Julia asintió con la cabeza.


La espera hasta que les trajeran el plato principal y el postre discurrió lenta ante los ojos de Julia. Jacqueline había empezado a hacerle una serie de preguntas sobre cuales habían sido sus anteriores trabajos, si tendría la sangre fría para reaccionar y llevar a su hija al hospital en caso de que le pasara algo, si era profesional o sería capaz de llevar a su novio a la casa y enrollarse con él en horas laborales. Ante la última cuestión, Julia sintió que se ruborizaba y negó con la cabeza. Jacqueline dejó de hacer preguntas cuando le trajeron la cuenta. Unos minutos más tarde, cuando el camarero se hubo marchado, volvió a dirigir esa mirada cargada de seriedad que había llevado durante toda la comida a Julia.
 —Una última pregunta—sentenció Jacqueline.—¿Invitarías a tus amigos a una fiesta en mi casa si yo te lo permitiera?
Por un momento el mundo pareció pararse por una fracción de segundo, Julia sentía que el agujero negro volvía a abrirse dentro de ella.
No te preocupes, estoy sola en el mundo, pero eso no era lo que respondió. En su lugar, ignoró el fuerte latido de su corazón y miró a Jacqueline. Era una buena mujer, podía verlo reflejado en sus ojos. La pregunta que la había hecho parecería la pregunta más estúpida del mundo, pero Jacqueline buscaba sinceridad en la respuesta y Julia sabía perfectamente que era lo que la mujer quería oír.
 —No, jamás—dijo con seriedad.—Si hay algo que los caracteriza es el desmadre. Mejor hacer una fiesta donde podamos evitar problemas—añadió con una sonrisa.
Jacqueline rió y Julia sintió una mezcla de emociones: sorpresa y satisfacción. Había podido salir de aquella situación por si misma.

Empezó a reír con Jacqueline, reír de verdad, sintiendo un cosquilleo extendiéndose por todo su cuerpo. El sonido de su propia risa le sonó extraño ante sus oídos, hacía tanto que no reía con ganas de hacerlo…