El
perfume la envolvió con un olor dulce y vainillado. Muchas personas pensaban
que era una estupidez que las chicas quisieran oler como un muffin recién horneado,
pero Julia siempre se había sentido atraída a los olores suaves y embriagadores
como aquel. La muchacha se peinó suavemente con los dedos el pelo que le caía
lacio rozándole los hombros; se puso un poco de brillo en los labios, cogió su
bolso de marca (para causar buena impresión, tal como había comentado su
madre) y salió de su casa.
Nada
más dar un paso al exterior el calor la azotó con una fuerte y seca sacudida.
Bufó a modo de desesperación. Bajó las escaleras de su entrada y giró hacia la
acera del lado derecho para andar sobre el
camino que presentaba trazos de fresca sombra allí donde los árboles estiraban
sus ramas proporcionando un poco de frescura al ambiente tan sofocante.
Caminaba
dando grandes zancadas, huyendo del Sol para encontrarse cuanto antes con el
próximo árbol que le confiriera dos segundos escasos de descanso y así
recuperarse del picor ardiente de su espalda. Sabía donde tenía que dirigirse,
las palabras se repetían en su mente una y otra vez: Calle Marchante, Restaurante
Le Roi des rois.
Un
nombre absurdo para un restaurante de comensales del mismo nivel, pensó
Julia.
Su
madre había conseguido convencer a una de sus amigas, Jacqueline Harve, para
que contratara a Julia como niñera de su hija Lillianne. La mujer había
aceptado a cambio de una cita con la muchacha. Cuando Julia supo el lugar de
encuentro, se dio cuenta de que Jacqueline no sería como esperaba. Ella había
asumido que sería una mujer corriente, con un trabajo corriente y una vida
ordinaria. Pero se le olvidaba que ni su propia madre pertenecía ya a ese grado
social de normalidad. Ahora estaba casada con un hombre de alto nivel
adquisitivo y eso significaba que sus amistades formarían parte del mismo
círculo.
Julia
solo había tenido la oportunidad de conocer a dos amigas de su madre, Belén y
Victoria. Dos mujeres que Julia firmaría por no volver a ver nunca más. La
falsedad que ambas mostraban por cada poro de su piel excesivamente estirada
resultaba insoportable y repulsiva para Julia.
La
muchacha imaginó que Jacqueline sería igual, con un aspecto más afrancesado
pero con la misma prepotencia patente en cada uno de sus actos.
Julia
seguía imaginándose el carácter de Jacqueline cuando de pronto, un ruido rompió
el hilo de sus pensamientos. Julia solo tuvo tiempo de ahogar una exclamación y
dar un saltito a la derecha. Una bicicleta pasó veloz a su lado, el joven que
la montaba giró la cabeza un instante para mirarla. Julia no pudo asegurar si
la había mirado con reproche o simple diversión ante su reacción.
El
corazón aún le latía con fuerza debido al susto cuando siguió caminando hasta
que la acera llegó a su fin. Entonces giró a su izquierda, cruzó la carretera y
siguió su camino por una calle más estrecha. Ya no había árboles que pudieran
protegerla del calor asfixiante. La calle que tenía ante ella estaba abarrotada
de mesas y carteles anunciando menús a buen precio. Julia se apresuró a caminar
bajo los toldos de los bares que discurrían en fila; telas salpicadas de
suciedad de todos los colores y tonalidades posibles.
Siguió
caminando, abriéndose paso por el gentío. Al llegar al final de la calle volvió
a torcer a la izquierda. Esa zona ya no era como la anterior, el bullicio
desapareció casi automáticamente. Caminó unos metros más antes de interceptar
un bar pequeño y de aspecto sucio. Un cartel luminoso (ahora apagado) de letras
amarillas coronaba al bar por encima del toldo verde oscuro. Julia lo miró con
añoranza, ese era su sitio favorito del mundo, además de su cuarto. Todas las
personas que frecuentaban ese bar eran jubilados u hombres de aspecto
desaliñado que fumaban un puro en la entrada o jugueteaban con un palillo entre
los dientes.
A
Julia le encantaba por eso, por su tosquedad, era lo que era. Siempre iba allí
cuando le decía a su padre que había quedado con esos amigos que no tenía.
Entonces se tomaba un café o un té y pasaba el rato mirando a través de las
ventanas sucias a un punto inexacto, preguntándose como continuaría su vida o
si podría seguir siendo una noria de emociones tan intensamente crueles.
Julia
podía verse allí sentada, con la infusión humeante sobre la mesa y su mirada
melancólica clavada en los ojos de la que era ahora: una figura vestida con
unos pantalones pitillos cortos ajustados y una camiseta de lino blanca. Seguía
sintiéndose fuerte, pero podía ver reflejada su mirada en las ventanas del bar,
pudo observar un ápice de la tristeza que siempre la acompañaba en el fondo de
sus ojos. Como la oscuridad al final de un pasillo, amenazando con engullirlo
todo.
Sacudió
la cabeza, se había quedado clavada en el sitio. Una parte de ella añoraba
todas las tardes que había pasado en aquel lugar hasta que el Sol no fuera más
que una uña dorada en el horizonte. Suspiró. Por un momento se sintió tentada
de entrar y abandonar su cita con Jacqueline…pero se contuvo. La tentación de
volver a su antiguo yo era patente, porque siempre era más fácil dejarse llevar
sintiendo los cortes que la desangraban por dentro que alzarse de nuevo. ¿Quién
le negaba que no fuera a impactarse contra el suelo en cualquier momento y de
una forma más cruel que las anteriores veces? Pero Julia recurrió a esa fuerza
que la había abordado en su casa y seguía circulando dentro de ella. Por una
vez había sido capaz de levantarse y enfrentarse a una nueva vida que se le
ofrecía, abandonar sin ni siquiera intentarlo no era una opción.
Recompuso
su compostura respirando profundamente. Todo va a ir bien, pensó en su
fuero interno. Su cabeza seguía dubitativa pero sus piernas empezaron a dar pasos
firmes y la muchacha se concentró en eso. Recorrió cinco calles más,
algunas estrechas, otras más amplias; pero cada vez el número de turistas era
menor, se encaminaba a la zona de alto nivel social de la ciudad. Los pisos y
chalets con puertas y barandillas envejecidas que representaban la imagen
característica de la calle de Julia se hacían cada vez menos frecuentes. Poco a
poco se hacían más recurrentes las entradas sostenidas por pilares de piedra
blanca con capiteles jónicos o corintios y las puertas oscuras de madera pulida
con un pomo de acero y de aspecto pesado. Los viandantes parecían ir mejor
vestidos con cada esquina que Julia giraba.
En
su barrio la gente que salía a correr llevaba una camiseta raída, unas mallas
negras y unas deportivas desgastadas. Pero la calle sobre la que andaba Julia
no era igual, los jóvenes llevaban camisetas especiales anti-sudor de marca,
mallas del mismo tipo y un iPod de color chillón sujeto a su brazo gracias a
una banda.
Una
chica pasó veloz a su lado. La muchacha observó que se movía con mayor gracia
que todos los corredores de su barrio juntos. Julia miró a los lados de la
calle nerviosa, por un momento pensó que se había metido en la grabación de un
anuncio de zapatillas deportivas, de esos que trataban de mostrar la excitación
del deportista por la sudoración o el cansancio.
Si fuera yo estaría arrastrándome por la acera como una
babosa, reconoció para si con humor.
Volvió
la vista al frente, a solo unos pasos vio un toldo negro que tenía escrito en
unas letras anaranjadas muy elegantes Le Roi des Rois. Julia dio un
suspiro.
Las
paredes externas del restaurante eran paneles totalmente negros. Solo había un
gran ventanal y una puerta de cristal que dejarían ver el interior de no ser
por la intensa luz del mediodía.
Se
refugió bajo el toldo y esperó pacientemente la llegada de la mujer. Miraba a
ambos lados de la calle, esperando encontrar una mujer de aspecto pulcro y
refinado. De pronto se fijó en una figura que destacaba sobre el resto de
personas que paseaban con tranquilidad sobre la acera. Era una mujer. Julia la
observó de arriba abajo. A juzgar por su apariencia, parecía rozar los treinta
años, llevaba su melena negra larga y brillante recogida en una coleta
perfecta, no se salía ni un pelo de su sitio. Llevaba unas gafas de sol negras
grandes muy elegantes, al igual que el vestido ajustado que se le ceñía a su
cuerpo esbelto hasta las rodillas. Andaba con ligereza y elegancia sobre sus
tacones de aguja negros, la calle parecía su pasarela y ella era la única
modelo que podía desfilar por ella.
A
Julia le rechinaron los dientes, era perfecta. Tuvo que desviar la mirada
porque sentía que con ella trasmitía repugnancia.
Fijó
la vista a sus pies y esperó que la hermosa mujer pasara por delante de ella.
Pero
en vez de eso, la mujer se quedó parada justo a su lado, Julia veía sus tacones
apuntando de forma acusadora a sus bailarinas viejas.
—¿Juliette?—preguntó dubitativa la mujer con
un acento francés.
Julia
alzó la cabeza sorprendida. Pocas personas la llamaban así. La muchacha se la
quedó mirando un momento antes de responder:
—Sí—contestó con la mayor simpatía posible.—
Tú debes de ser Jacqueline—añadió con voz temblorosa.
Julia
tragó saliva. Jacqueline dio un paso atrás para situarse justo detrás de una
pequeña figura que había a su lado. La niña alzó sus largas y finas pestañas para
mirar a Julia con unos ojos enormes y verdes. Tenía el pelo de su madre: largo,
lacio, brillante y negro, pero la niña llevaba un tupido flequillo recto hasta
las cejas. Vestía el uniforme de su colegio: gris y azul.
—Te presento a mi pequeña Lillianne—dijo
Jacqueline estirando sus labios jugosos con forma de corazón en una sonrisa
perfecta.
Julia
sonrió a la niña. Lillianne le respondió al gesto sin despegar los labios, casi
automáticamente sus mofletes se encendieron y agarró la pierna de su madre.
Jacqueline
rió, y su risa estaba cargada de musicalidad.
Julia
la miró, sabía que bajo esas gafas de marca se encontraban los ojos más
preciosos del mundo. Y ese pensamiento la hizo sentirse pequeña, a sus ojos todo
el mundo era perfecto, mientras que ella avanzaba sobre una realidad en blanco
y negro.
Sacudió
la cabeza, salir adelante estaba costándole más de lo que pensaba. Cualquier
minucia la distraía y la persuadía para que volviera a las tinieblas que invadían
su corazón.
—¿Entramos?—preguntó la muchacha con voz
neutra, camuflando su impaciencia.
La
mujer asintió y empujó a la niña para que avanzara por delante de ella.
Jacqueline empujó la puerta de cristal y la mantuvo para que Julia pasase.
Además
educada, pensó la muchacha con resignación.
Un
camarero fue a recibirlas al instante.
—Jacqueline, sa va mon cherrie? vien avec
moi—el camarero, que parecía conocer a la mujer condujo a las tres hasta su
mesa.
Julia
agradeció que dentro hubiera aire acondicionado. Mientras Jacqueline y el
camarero mantenían una conversación aparentemente divertida, la muchacha observó
a los comensales: la mayoría superaba los cincuenta años, iban muy bien
vestidos y reían de la misma forma con la que Julia se imaginaba que reirían la
aristocracia con sus caras empolvadas de blanco en los palacios del siglo XVI.
Se estremeció, eso era la cúspide de la sociedad, nunca les faltarían recursos
o algún deseo que satisfacer, y aún así Julia se sintió inexplicablemente
triste por ellos.
Habían
avanzado unos metros, cuando Julia casi tropezó con un pequeño escalón. Fijó la
vista al frente, había una pequeña escalera de madera que contaba con tres
escalones y una barandilla del mismo material. Julia los subió, deseando que
nadie se hubiera fijado en su torpeza.
La
zona en la que se encontraba era la misma planta que el resto del restaurante,
pero al mismo tiempo parecía distinta. Era como una amplia plataforma apartada
del resto del restaurante.
La
zona exclusiva de un restaurante exclusivo de por si, pensó la joven.
El
camarero las condujo hasta una de las mesas y Lillianne soltó la mano de su madre
para sentarse junto a ella. Julia arrastró la silla que había frente a
Jacqueline y tomó asiento. La mujer se quitó las gafas y miró a Julia con unos
ojos azules como el océano, llenos de jovialidad.
—Tu madre me ha dicho que te encantan los
niños—comentó Jacqueline para romper el hielo.
Julia
tuvo que apartar la mirada de los ojos de la mujer, ¿cómo podía acumular una
persona tanta belleza?
—Si, así es—dijo ella. No era del todo cierto,
Julia había conocido niños tan perversos que habría preferido pasar la tarde
cuidando pitbulls.
Julia
no había notado la ausencia del camarero, pero éste se acercó a ellas sonriente
y les ofreció una carta a cada una. Julia la abrió y miró los platos. Jacqueline
iba a pagar, pero eso no era excusa para coger el plato más caro de la carta.
Julia observó con detenimiento los precios; el más barato rozaba los 40 euros. Siguió
la línea de puntos hasta llegar al nombre del plato, se quedó estupefacta.
Tendría que haber previsto que estaría escrito en francés, pero no lo había
hecho. Miró a Jacqueline, que parecía dudar en la elección del plato. La mujer
alzó la cabeza y le preguntó en francés al camarero. Julia volvió a mirar su
carta, no sabía deducir ningún alimento del plato. De repente, alguien le dio
dos toques en el hombro. La muchacha se volvió y vio a la pequeña Lillianne de
pie que la miraba con el mentón ligeramente levantado. Sus los ojos rebosaban petulancia.
Julia
frunció el ceño y abrió la boca para hablar, pero la pequeña habló antes:
—Dime que quieres—dijo la pequeña con acidez.
Julia
la miró con los ojos abiertos antes de reaccionar y señalarle con el dedo el
nombre del plato. La chiquilla sonrió.
—Es filete de ternera…con crema de guisantes,
zanahorias y acompañado de…brócoli al vapor—dijo al fin. Miró triunfante y
orgullosa a Julia.
—Gra…gra…gracias—dijo la joven aún con la boca
abierta.
La
niña volvió a su silla con gracia, como habría imaginado que andaría Jacqueline
a su edad.
La
mujer había terminado de hablar con el camarero cuando se dirigió a Julia:
—¿Te has decidido?—la voz de Jacqueline era
suave.
Julia
iba a responder pero Lillianne se la adelantó y respondió a su madre en francés.
Julia se las quedó mirando.
—Oh, ¿entonces quieres eso?—preguntó la mujer.
Yo
que sé, bien podría haberte respondido pezuña de jabalí en su salsa que yo no
he entendido nada, pensó la muchacha nerviosa.
Por
un instante miró a la niña con desconfianza y ella le devolvió la mirada con
aquellos ojos grandes y verdes, sin rastro de maldad.
Julia
asintió con la cabeza.
La
espera hasta que les trajeran el plato principal y el postre discurrió lenta
ante los ojos de Julia. Jacqueline había empezado a hacerle una serie de
preguntas sobre cuales habían sido sus anteriores trabajos, si tendría la
sangre fría para reaccionar y llevar a su hija al hospital en caso de que le
pasara algo, si era profesional o sería capaz de llevar a su novio a la casa y
enrollarse con él en horas laborales. Ante la última cuestión, Julia sintió que
se ruborizaba y negó con la cabeza. Jacqueline dejó de hacer preguntas cuando
le trajeron la cuenta. Unos minutos más tarde, cuando el camarero se hubo
marchado, volvió a dirigir esa mirada cargada de seriedad que había llevado
durante toda la comida a Julia.
—Una última pregunta—sentenció Jacqueline.—¿Invitarías
a tus amigos a una fiesta en mi casa si yo te lo permitiera?
Por
un momento el mundo pareció pararse por una fracción de segundo, Julia sentía
que el agujero negro volvía a abrirse dentro de ella.
No
te preocupes, estoy sola en el mundo, pero eso no era lo que respondió. En
su lugar, ignoró el fuerte latido de su corazón y miró a Jacqueline. Era una
buena mujer, podía verlo reflejado en sus ojos. La pregunta que la había hecho
parecería la pregunta más estúpida del mundo, pero Jacqueline buscaba sinceridad
en la respuesta y Julia sabía perfectamente que era lo que la mujer quería oír.
—No, jamás—dijo con seriedad.—Si hay algo que
los caracteriza es el desmadre. Mejor hacer una fiesta donde podamos evitar
problemas—añadió con una sonrisa.
Jacqueline
rió y Julia sintió una mezcla de emociones: sorpresa y satisfacción. Había
podido salir de aquella situación por si misma.
Empezó
a reír con Jacqueline, reír de verdad, sintiendo un cosquilleo extendiéndose
por todo su cuerpo. El sonido de su propia risa le sonó extraño ante sus oídos,
hacía tanto que no reía con ganas de hacerlo…