Las camisas, jerséis
y chaquetas acolchadas de lana cayeron a sus pies. Un calor incómodo empezó a
acumularse en la ropa de invierno que cubría los pies de Julia. Ésta agitó los
pies hasta quedar liberada de los tejidos y los colocó sobre el frío suelo. Se
llevó una mano a la frente sudorosa y empezó a colocar en las perchas los
pantalones de lino y las camisetas de algodón. Tejidos frescos y coloridos que
siempre habían venido acompañados con el augurio del buen tiempo y la promesa
de unos meses capaces de abarcar todas las actividades e ilusiones que alguien
pueda tener. Pero ese no era el caso de Julia. El verano es para
disfrutarlo. Salir con los amigos e ir a la playa. Eso le repetía su padre,
como un infantil y monótono anuncio de la televisión. ¿Qué pasaba si no tenía amigos? ¿Si no se
sentía reconfortada cuando estaba rodeada de gente que reía con ella? Se sentía
sola.
Sacudió
la cabeza. Sus pensamientos se habían dirigido donde no quería que fuesen.
Porque se hundía y lo sabía. Prefería fingir que todo iba bien hasta que las
cosas cambiaran de verdad. En ese momento adoptó la compostura que había estado
fabricando en su mente durante más de cinco meses: una chica sumamente estresada
y ocupada, una vida lo bastante ajetreada para no tener tiempo para descansar
un momento y reflexionar sobre que dirección iba tomando su vida. Ese día
empezaba su primer empleo, algo que aceptó al instante para su plan de vida
ocupada, además de evitar estar en la misma habitación que su padre para
escuchar las mismas preguntas y preocupaciones sobre la vida social de la
muchacha.
Julia
comenzó a colgar prendas sobre las perchas y a colocarlas dentro de su armario.
Cuando hubo acabado cerró las puertas del armario con un solo golpe. Miró las
ropas oscuras y arremolinadas del suelo. Resopló. Se pasaría horas doblando la
ropa, además de hacerlo mal. No se le daba nada bien ordenar, y su cuarto era
un claro ejemplo de ello. La muchacha miró a su alrededor. Su habitación era el
claro ejemplo del caos: su cama estaba desecha, y juento a ella, había una
mesilla de noche, donde descansaban varios libros, un bolígrafo, un cuaderno
pequeño, un móvil y el cargador de éste. El escritorio, rectangular y pegado a
la pared con ventanas, estaba lleno de folios, carpetas y libros de texto, por
no mencionar las tazas vacías, con los bordes resecos por restos de café o té, que tenía al lado del portátil. En el suelo,
frente al armario empotrado a la pared, estaban las ropas que Julia había
tirado unos segundos atrás. Lo único que transmitía paz y serenidad a la habitación
eran las paredes. Eran lisas y estaban pintadas de un azul claro. La propia
Julia lo había querido así cuando era pequeña, quiso sus paredes del mismo
color que el cielo despejado. La muchacha jamás había puesto posters o fotos.
Tan solo había añadido una estantería para sus libros un poco más alejada de la
cabecera de la cama y frases de ánimo distribuidas por todas las paredes: Fearless,
Everything’s gonna be alright, Stay Strong, Bleeding out, Lonely girl,
Survive…entre otras. A pesar de ello, no parecía la habitación de una
loca, las frases estaban muy separadas, distribuidas por las cuatro paredes. El
dormitorio de Julia era lo bastante amplia como para permitírselo.
Observó
una vez más la ropa amontonada y alzó la vista hacia las puertas del armario.
Éstas eran espejos y le devolvían el reflejo de una chica con los cabellos de
un rubio pálido despeinados recogidos en una coleta. Tenía la tez pálida, los
ojos almendrados, una nariz pequeña y labios finos y rosados. Una chica del
montón. Ella misma se definía así.
Llevaba
una camiseta de algodón blanca y suelta, una manga le caía por debajo del
hombro, el único dibujo que presentaba la prenda era un corazón rojo. Los
pantalones eran negros y cortos y se le ajustaban a las piernas. Julia tiró de
ellos para que bajaran, odiaba que se vieran demasiado sus piernas. Los llevaba
porque su madre se había empeñado en comprarlos. Son de Guess, es una marca
buena. Quedan bien, le había dicho su madre. ¿Acaso no se había dado cuenta
que ninguna marca de ropa, por muy buena y cara que fuese la haría sentirse
bien en su piel. El problema era su autoestima, no la calidad de la tela…
Volvió
a sacudir la cabeza. La autoestima era otro problema a evitar. Los psicólogos
se forrarían conmigo, pensó la joven en un tono divertido.
Decidió
dejar las ropas donde estaban y caminó descalza hasta su mesilla de noche.
Agarró el peine, volvió sobre sus pasos hasta situarse frente al espejo y alzó
la mano para peinarse. Al hacerlo advirtió algo que había escrito en su muñeca
en tinta negra y borrosa. Una oleada de tristeza inundó su pecho, amenazando
con salir al exterior en forma de lágrimas amargas como las que había derramado
la noche anterior y la anterior…
Y
otra vez vino esa sensación de hundimiento. Tenía que cesar lo que sentía cuanto
antes. No, nunca más, se dijo a si misma. No iba a dejarse arrastrar por
ese tipo de sensaciones tan fácilmente. Miró hacia la ventana. Era de día. Una
mañana calurosa que podría empezar como todas las anteriores, con una sonrisa
fingida mientras se desmoronaba por dentro, mientras que aquellos que la habían
hecho daño seguirían con sus vidas. O podría comenzar de otra forma, podría
cambiar. Empezaba un empleo, tenía un nuevo corte de pelo y era verano, estación
de esperanzas e ilusiones ¿Por qué iba a darlo todo por perdido si ni siquiera
había comenzado?
Julia
se sorprendió sintiendo esa fuerza repentina, aunque no era la primera vez que
la sentía. Siempre que la había sentido se iba igual de rápido que cuando llegó.
Pero por primera vez, sintió ganas de exprimirla hasta que se desvaneciera por
completo. Al fin de al cabo, ¿por qué rechazar ánimos tan sumamente escasos en
su vida?